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lunes, 21 de abril de 2014

La búsqueda del verdadero “YO”

   
El drama del niño dotado
     Una de las primeras ideas que se le viene a la cabeza a quien termina de oír el calificativo de alumnos/as sobredotados es que son alumnos de sobresalientes o matrículas, privilegiados del sistema, que aprenden todos los contenidos rápidamente, y, como ya saben todo lo que está diciendo el profesor, se aburren en la clase, por lo que el sistema educativo se inventa unos programas complementarios –la lógica lineal lleva a pensar: a mayor capacidad, mayor ración.

   Cuando se incluyen en el grupo de Alumnos con Necesidades Específicas de Apoyo Educativo debe ser por algo más que la elaboración de un programa ampliado. En efecto, los problemas empiezan a aflorar cuando ese alumno/a, diagnosticado como superdotado, no sólo no remata las tareas antes que el resto de compañeros, sino que comete errores como los demás, a veces más, lo que lleva al tutor/a a poner en cuestión el diagnóstico efectuado, sin percatarnos que, acaso, el desacuerdo deriva de concepto previo que tenemos formado de esta clase de alumnos.

   Evidentemente, dentro de este grupo de niños, los habrá que entenderán las explicaciones del tutor a la primera, harán en seguida las tareas y obtendrán las mejores calificaciones, y los mismos profesores dirán que son muy buenos: estos no dan problema y encajan perfectamente con el diagnóstico. Las complicaciones vienen con aquellos otros que, teniendo el mismo informe, no cumplen los objetivos, no hacen las tareas y hay que estar llamándoles la atención continuamente para que intenten hacer algo, y en el peor de los casos, para que no obstaculicen la marcha de la clase. Estos casos son los que nos deben preocupar, y para los que debemos encontrar una solución pedagógica, no siempre fácil.

   Se vuelve a repetir, no se trata de poner en cuestión un diagnóstico, inclusive en aquellos casos en que la puntuación de los test no la confirmen, pues, a veces, aquel desinterés mostrado en las clases también se pone de manifiesto en las prubas de evaluación psicopedagógica.

   Son estos casos “problemáticos” los que deben preocuparnos. La dificultad para “conectar” con ellos, para conocer sus intereses, etc., deriva de las características y peculiaridades de su personalidad, en donde, con toda probabilidad radican las causas de su dificultad para adaptarse al sistema.

   Una autora, Alice Miller, se dedicó a estudiar estos casos, recogiendo los resultados en un libro titulado “EL DRAMA DEL NIÑO DOTADO. Y la búsqueda del verdadero YO”, que la consagró como una de las mejores especialistas.

   Tuvo inicialmente la curiosidad por conocer las biografías de personas que por sus dotes para la especialidad a la que se dedicaron, llegarían más tarde a tener renombre a nivel mundial. Curiosamente se encontró con una característica común a todos ellos: se podía apreciar que la pormenorización de datos biográficos comenzaban en algún punto, más o menos próximo a la pubertad, siendo los recuerdos de la primera infancia muy difuminados, como si fuese algo que careciese de interés, sobre todo cuando se sabe que en la infancia están las raíces de toda la vida posterior, claves para la comprensión de la misma.

   Ese olvido se encarga de sepultar las emociones y sentimientos que son algo así como la salsa de las vivencias, con toda seguridad porque no se consideran placenteras.

   ¿Por qué se tiene que producir este ocultamiento? Se intentará resumir lo que dice la autora en dicho libro,  como explicación del proceso:

   Todo niño, a partir del nacimiento tiene unas necesidades,

1.  Es una necesidad peculiarísima del niño, desde el principio, el ser visto, considerado y tomado en serio como lo que es en cada caso y momento.

2.   “Lo que es en cada caso y momento” se refiere a sentimientos, sensaciones y la expresión de ambas cosas ya en el lactante.

3,   En una atmósfera de respeto y tolerancia para con los sentimientos del niño, este puede renunciar a su simbiosis con la madre en la fase de separación y dar los pasos necesarios para lograr su autonomía.

4.   Para que estos presupuestos del desarrollo sano fueran posibles, los padres de estos niños tendrían que haber crecido también en un clima parecido. Estos padres transmitirían a su hijo la sensación de seguridad y protección en la que puede medrar su confianza.

5.   Los padres que no tuvieron este clima en su infancia se hallan necesitados, es decir, que buscarán toda la vida aquello que sus propios padres no pudieron darles en el momento debido: un ser que les acepte, comprenda y tome en serio.

6.   Esta búsqueda no puede, desde luego,  acabar bien del todo, pues guarda relación con una situación irrevocablemente pasada, es decir, la primera etapa posterior al nacimiento.

7.   Pero una persona con una necesidad insatisfecha e inconsciente –porque rechazada-se verá sometida, mientras no conozca la historia reprimida de su propia vida, a una compulsión que intenta satisfacer esta necesidad recurriendo a vías sustitutivas.

8.   Los más predispuestos a ello son los propios hijos. Un recién nacido depende de sus padres venga lo que viniere. Y como su existencia depende de que consiga o no el afecto de éstos hará todo lo posible por no perderlo. Desde el primer día pondrá en juego todas sus posibilidades, como una planta pequeña que se vuelve hacia el sol para sobrevivir.”(págs. 22,23)

   Así pues, cuando un padre, una madre, por sus condicionamientos solamente va aceptar determinadas conductas en su hijo, éste irá renunciando a ciertas manifestaciones a cambio de ser aceptado, desarrollando la “personalidad del –“como si”, lo que se denomina también el falso Yo: irá negando ciertas emociones y sentimientos que le eran propios.

   Todo esto anterior queda muy bien resumido en el primer párrafo del capítulo “Destinos de las necesidades infantiles”. Dice la autora:

   “Todo niño tiene la legítima necesidad de ser observado, comprendido, tomado en serio y respetado por su madre. Durante las primeras semanas y meses de vida le es imprescindible poder disponer de su madre, utilizarla y ser reflejado por ella. Una imagen de Winnicott ilustra esto con bella precisión: la madre contempla al niño que lleva en brazos, el niño contempla la cara de su madre y se encuentra a sí mismo en ella…suponiendo que la madre observe realmente a ese ser pequeño, único y desamparado, y no proyecte sobre él  sus propias expectativas, sus miedos o los planes que haya forjado para el niño. En el último caso, éste descubrirá en el rostro materno no la imagen de sí mismo, sino las necesidades de la madre. Él mismo se quedará sin espejo y en vano lo buscará durante el resto de su vida.”

   Este espejo que es la madre supone que ella sabe en todo momento (saber instintivo) las necesidades de la criatura, y allí está, como mediadora para salvar la impotencia de un ser inerme: es una prolongación.

   Si estas condiciones favorables se producen durante el primer año, se constituye la base para tener un Yo lo suficientemente reforzado, no solo para posteriormente hacer frente a las adversidades sino para desplegar las potencialidades creadoras, apoyadas en una indagación, curiosidad infantil, lo que se ha dado en llamar “instinto epistemofílico”.

   Por el contrario, si las condiciones no fueron favorables, si la criatura no vio sisfechas esas necesidades, tratará de buscarlas, inconscientemente, después, el resto de su vida, acompañado todo ello de un sentimiento de nostalgia, de pena y/o tristeza, por algo que no sabe exactamente lo que es, no exento todo ello de un estado depresivo. Esto requerirá un trabajo psicológico denominado “elaboración de duelo” por parte de la persona que lo sufre. Dice la autora: …”Este apoyarse en el propio Yo, es decir, en el acceso a los propios sentimientos y necesidades reales, así como la posibilidad de articularlos, siguen siendo necesarios para el individuo si quiere vivir sin depresiones ni adicciones” (pág. 99).

   Una de las mayores desgracias que se pueden producir es que a una madre “castradora”, que no fue reflejo (espejo)de los propios sentimientos del niño, que no devolvió sus propias vivencias, todo lo contrario, que trató de amoldarlo a su ser de ella, le siga después un sistema educativo que termine por cortar estas raíces vivas de la curiosidad, la inquietud, para que se amolde a la disciplina de la clase y de los objetivos programados. Dice Alice Miller:

   “Uno de los dogmas evidentes de nuestra educación consiste en cortar desde un principio las raíces vivas y tratar luego de sustituir su función natural recurriendo a métodos artificiales. Así, por ejemplo, se limita la curiosidad del niño (“hay preguntas que no se hacen”), y, más tarde, cuando ya carece de impulso natural para aprender, se le ofrecen clases de recuperación no bien tiene dificultades en la escuela.” (pág. 121).

   Para ejemplificar esto con un caso concreto la autora coge el testimonio del propio Hermann Hesse, no viéndose así  limitada por la confidencialidad:

   “Como casi todos los padres”, escribe Hesse en Demián, “tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Solamente colaboraban con un cuidado infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría de los bien educados” {las cursivas son mías- A.M.}.

…”Las notas del diario de la madre y la copiosa correspondencia de ambos padres con distintos miembros de la familia, publicada en 1966, permiten adivinar el vía crucis del pequeño. Como muchos niños parecidos, Hesse era tan difícil de soportar para sus padres no pese a, sino debido a su riqueza interior. Sucede a menudo que los talentos y dones de un niño (intensidad de sentimientos, profundidad vivencial, curiosidad, inteligencia, atención, que naturalmente incluye un sentido crítico) enfrentan a sus padres con conflictos de los que éstos habían intentado defenderse con normas y preceptos hacía ya mucho tiempo. Y los preceptos tienen que ser salvados a costa del desarrollo del niño, llegándose a la situación, aparentemente paradójica, de que también los padres que están orgullosos del talento de su hijo, e incluso lo admiran, tienden a rechazar, reprimir o destruir, presionados por su propia necesidad, lo mejor –por ser lo más auténtico- que hay en el niño. Dos observaciones de la madre de Hermann Hesse pueden ilustrar de qué modo esta labor de destrucción es compatible con una preocupación y entrega presuntamente amorosas”:

   1. (1881) “Hermann está yendo a la escuela infantil; su temperamento impetuoso nos causa muchas preocupaciones (1966). El niño tenía tres años.

   2. (1884): “Las cosas van decididamente mejor con Hermännle, cuya educación nos ha causado tantas preocupaciones. Desde el 21 de enero hasta el 5 de junio ha estado en el colegio de niños y sólo pasaba los domingos con nosotros. Allí se portaba bien, pero volvía a casa pálido, delgado y  deprimido. La estancia ha sido decididamente buena y provechosa. Tratar con él resulta ahora mucho más fácil” [A.M. (1966). El niño tenía entonces siete años.

   Un tiempo antes (el 14 de noviembre de 1883) escribía el padre; Johannes Hesse: “Hermann, que en el colegio pasa por ser casi un dechado de virtudes, es prácticamente inaguantable a veces. Por más humillante que nos resulte a nosotros [las cursivas son mías-A.M.}, me pregunto seriamente si no deberíamos enviarlo a algún establecimiento o a casa de alguien. Nosotros somos demasiado nerviosos y débiles para él, y toda la familia no es lo suficientemente disciplinada regular. Parece tener talento para todo”…

   Con la imagen fuertemente idealizada de su infancia y de sus padres que encontramos en Hermann Lauscher,  Hesse abandonó a aquel niño original, rebelde, “difícil” e incómodo para sus padres que él mismo había sido. No podía dar cabida en su interior a ese importante fragmento de su Yo: tuvo que expulsarlo. Su auténtica gran nostalgia del verdadero Yo permaneció insatisfecha.

   Que a Hermann Hesse no le faltaba valor, talento ni capacidad para vivir profundamente su vida queda demostrado en sus obras y en muchas de sus cartas, sobre todo en la furibunda carta que, a los quince años, envió desde Stetten. Pero la respuesta del padre a esta carta (cf. 1966), las anotaciones de la madre y los pasajes de Damián y de Alma infantil antes citados, nos dan testimonio de la intensidad con que lo agobiaba el abrumador peso de su destino infantil reprimido. Pese a su  gran resonancia, a sus éxitos y al Premio Nobel, Hesse fue víctima, en sus años de madurez, de la trágica circunstancia de vivir separado de su verdadero Yo, de aquello que los médicos, para abreviar, denominan depresión.”

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